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El dueño de panadería La Plaza de Renca, nos contó parte de sus 60 años de vida panadera en Chile, tras llegar desde su natal Esculqueira, en Galicia.
Hace unos días recibió de parte de nuestro gremio el premio al Inmigrante Español Destacado en la Industria. Muchos se sorprendieron gratamente de verlo en la ceremonia, ya que es reconocido por su bajo perfil público.
Sin embargo, Álvaro Barja Gómez, dueño de panadería La Plaza de Renca, tiene una gran historia que contar, de la que se enorgullece tanto su familia, como toda la industria. Tiene 79 años y durante más de 60 de ellos se ha levantado a las 5 de la mañana para desempeñarse en una panadería.
Llegó a nuestro país casi a los 18 años, proveniente de Esculqueira, un pueblo cercano (a unos 3 kilómetros) a Chaguazoso, en Galicia. Se trasladó en barco, aproximadamente el año 1964. Viajó solo por casi un mes para evitar tener que cumplir con el servicio militar.
Su padre, Francisco Barja, era pariente de Ditinio Barja, quien ya residía en Chile por muchos años. Y este vínculo permitió que considerara la opción de traerlo al país para buscar nuevas oportunidades.
Él era el hijo mayor y único varón de la familia, por lo que se motivaron a embarcarlo debido a las positivas noticias que les llegaban desde Chile. Así se le envió la carta de “reclamación” para invitarlo a trabajar en nuestro país y lo recibió don Ditinio Barja (primo de su padre) y su tía Celsa Barja.
Comenzó a trabajar en la panadería Pedro de Valdivia, ubicada en la esquina de esa avenida con Grecia. Allí adquirió todas las competencias en el rubro, desempeñándose en distintas labores. Estuvo en ese lugar dos años y en ese lapso se reencontró con su primo Alfonso Sánchez Barja.
Más tarde, junto a un amigo de la infancia, Francisco García Diéguez, se asoció para empezar a trabajar la panadería Tacora, que les ofreció el hermano de don Ditinio, Benjamín Barja. Era la empresa de su esposa, que provenía de la familia Yáñez y estaba ubicada en Tacora 2267, cerca del Hipódromo Chile, en el barrio Vivaceta.
Gracias a que les dieron facilidades, a sus 20 años se convirtió en industrial panadero. Así las cosas, partieron repartiendo en una camioneta que les prestaron. Y fueron distribuyendo en Renca y en otras comunas cercanas. Les fue muy bien desde el inicio, ya que ambos socios se complementaban perfectamente. Don Álvaro estaba a cargo del pan, lo que le gustaba mucho desde la época en que trabajó con sus tíos, y Francisco repartía.
Estuvieron ahí por unos 4 años y al cabo de ese periodo, se les dio la oportunidad de comprar una panadería en San Bernardo. Estaba en San Florencio 2300 y se llamaba panadería Lautaro. Su dueño era de sur del país y se había ilusionado con iniciarse en este negocio, pero no fue capaz de concretar su idea.
Los socios entonces completaron la construcción y Francisco se hizo cargo de ella, mientras el joven Álvaro se enfocó en la Tacora. Pero al cabo de un tiempo, acordaron arrendar esta última para enfocarse ambos en fortalecer la Lautaro. Ello, dado que era muy grande y habían llegado muchas personas a los campamentos cercanos, como el Pablo de Rocka. “En las mañanas uno veía que estaba lleno de camiones que venían del sur a instalarse. Era más o menos el año 1973”, recuerda.
Estuvieron trabajando exitosamente por unos 7 años, hasta que se les dio la oportunidad de comprar la panadería La Plaza de Renca, que, si bien no estaba muy bien “trabajada,” a don Álvaro le gustó por la ubicación estratégica que tenía.
Y como repartían por allí con la Tacora, conocían mucho el sector. Entonces la compraron. Don Álvaro llegaba allá por las mañanas y en la noche se iba a hacer “caja” a la Lautaro, donde tenía una pieza para dormir.
En 1985 hubo un gran terremoto en la zona central del nuestro país. Se desplomaron muchas construcciones, pero don Álvaro y su socio, en la panadería La Plaza, fueron de los pocos que tenían pan en el sector. Y en eso los ayudó mucho el hecho de que años antes, habían adquirido un generador. De tal manera que lograron salir adelante nuevamente y repararon los daños.
Recuerda que fueron muy exitosos con las tres empresas en los años venideros, pero llegó el momento en que ambos, ya casados, pensaron en cómo proyectar la participación de sus hijos. Y en ese momento decidieron liquidar su sociedad.
Se reunieron con don Alfredo Sierra para que les aconsejara cómo realizar este proceso. Y así, en medio de un almuerzo, llegaron a un acuerdo. Éste consistió en vender la Tacora para dividir lo que recibieran en partes iguales. La Lautaro quedó para don Francisco y don Álvaro se estableció definitivamente con La Plaza. Pero debió realizar un pago extra (de 20 millones en 4 cheques), para que ambos quedaran en iguales condiciones.
Desde entonces, don Álvaro se enfocó al 100% en la panadería La Plaza de Renca y logró hacer crecer las ventas. Además, fue un gran innovador al introducir prematuramente la mejor tecnología en una panadería tradicional. Esto, sin sacrificar la calidad de los productos.
Lamentablemente, pocos años después Francisco García se enfermó gravemente y falleció.
FAMILIA
Al abordar su vida familiar, don Álvaro cuenta que cuando aún trabajaba en sociedad, conoció a su esposa en una de las fiestas que hacían los panaderos españoles. Ella era doña Rosario Castaño, quien llegó a los 5 años de edad al país proveniente de España. Su familia estaba ligada a las panaderías: Chile–España y Santa Julia en la comuna de Ñuñoa, así como al Molino Coke.
Después del matrimonio ambos estuvieron un tiempo en su país natal. De vuelta vivieron unos pocos meses en la panadería Lautaro, junto a Francisco García, y luego adquirieron una casa en Las Condes. Desde allí don Álvaro iba todos los días a trabajar a Renca.
En esa época años nacieron sus hijos Álvaro y Belén. Pero más tarde vendieron la casa y se fueron a vivir a otra en Vitacura, donde se instaló y vive hasta la fecha.
EVOLUCIÓN
Al mirar hacia atrás, dice que la panadería ha ido cambiando y adaptándose a los nuevos tiempos. Asegura que, para hacerlo con éxito, la clave ha sido estar siempre presente en ella.
Hoy sus hijos ya se integraron al negocio, pero continúa asistiendo diariamente a la panadería, aunque ahora está más tranquilo. “Me llena de orgullo tener hijos tan trabajadores como yo. Los tres estamos en el local desde las 6 am
hasta las 21 horas”, nos indica.
SU VISIÓN
Asegura que para mantenerse vigente es importante invertir en la panadería. Y por ello fue uno de los pioneros en introducir tecnología en los procesos de producción. Destaca que esto ha sido necesario, sobre todo por la falta de mano de obra.
Toda la vida ha tenido una relación estupenda con los vecinos. “A pesar de que tengo mi genio, yo nunca les hablo mal o he tenido problemas con ellos. Al contrario, se genera un vínculo y cuando uno puede, se da una mano... Y cuando hay un Álvaro entre los niños, le doy un regalo”, nos comenta sonriendo.
Señala que nunca ha estado enfermo y que siente que tiene fuerzas para muchos años más. “Soy feliz en la panadería… Durante la pandemia estuve en la casa entre 6 y 7 meses. Y aunque paseaba todos los días, me sentía sin vida. Yo me muero si no voy a la panadería. A mí me gusta esto y tengo que estar. Si bien paso rabias, las alegrías contrarrestan muy bien”.
Cuenta que tiene otra panadería que compró a “los Méndez en Independencia. Se las arriendo a unos peruanos, porque ahora no necesito nada y los hijos ya están grandes. Pero cuando ellos quieran podrán hacerse cargo. Yo ayudaré con muchas ganas”.
Espera terminar sus días haciendo lo que más le gusta, entregar en cada jornada un rico pan a todos sus clientes. Se siente muy orgulloso de lo logrado y reconoce que ha tratado de compartirlo. De hecho, nos comenta que siempre trató de ayudar al pueblo del que proviene, por lo que en una ocasión compró un terreno y levantó un cementerio en Esculqueira. Por lo anterior intenta visitar cada año a su familia y a su tierra, porque a pesar de que ha hecho su vida en Chile, nunca olvida a su querida España.
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