Panificadora El Dorado pan crujiente y sabroso de tradición chilena

Entre calles bulliciosas y altos edificios que han ido apareciendo con los años, Panificadora El Dorado envuelve la cuadra con aroma a pan recién horneado. En calle Arturo Prat, en pleno Santiago Centro, este negocio atesora el calor de un horno centenario con el sabor de la auténtica marraqueta chilena.
Fundada en 1950, esta panadería pasó por distintas manos y etapas. En 1975, llegaron unos españoles que sumaron sus propias recetas y modos de hacer el producto, dándole un renovado impulso.

Sin embargo, fue José Benito Martínez quien dejó huella al trabajar arduamente para ganarse la confianza de su clientela, expandiendo el prestigio del local por toda la comuna. Y aunque posteriormente el recinto siguió cambiando de arrendatarios, nunca perdió su nombre ni su esencia.
Esa historia de constancia se une con la de una familia que llegó a Santiago a comienzos de la década del 2000. Carlos Ruiz Valdés, un repartidor de pan que conocía cada esquina y cada cliente, pero que también sufría en carne propia el riesgo de perder el trabajo, encontró la oportunidad de adquirir el derecho a llave de El Dorado.
La decisión no fue sencilla para él y su esposa, Tamara Guzmán: les significaba vender sus bienes en el sur, invertir los ahorros de toda una vida y enfrentarse a un negocio con máquinas obsoletas y algunos panaderos reacios al cambio.
“Muchos creían que al ser repartidor no tenía idea de hacer pan, pero les demostramos que sí sabía. Renovamos los equipos, reestructuramos el personal y volvimos a darle cariño a cada masa”, recuerda Ruiz. Poco a poco, la producción se modernizó, la calidad mejoró y los consumidores respondieron.
La marraqueta se mantuvo como el buque insignia de esta panificadora. Quienes la han probado destacan su corteza crujiente y ese aroma inconfundible que solo un fogón chileno de antaño puede dar. Además de este producto, El Dorado elabora hallullas, pan frica y otras variedades que, aunque más modestas en volumen, no desentonan en sabor.
“Los clientes me felicitan cuando ven salir un pan dorado y brillante. Esa satisfacción, esa sonrisa en el mesón, es la que nos anima a seguir innovando y perfeccionando la receta”, confiesa el propietario.

Clásico capitalino
En el interior del local se respira un ambiente familiar. Tamara atiende a la gente que cada mañana recorre las calles del barrio para comprar. Algunos de ellos llevan décadas acudiendo al mismo lugar, otros, en cambio, son compradores más recientes, pero ambos se han dejado conquistar por la calidez y el gusto inalterable de El Dorado.
Es tal la tradición de la panadería, que incluso hay historias de abuelitas que narran cómo el negocio lucía en los tiempos de los españoles y que, con más de 90 años, siguen visitándola casi como rito sagrado.
La pandemia, el alza de la harina y la llegada de nuevos competidores que ofrecen panes extranjeros, no han sido barrera suficiente para apagar el fuego de este horno. Claro, algunos clientes se inclinan por precios más bajos o recetas foráneas, pero tarde o temprano muchos vuelven a la marraqueta de toda la vida. “El pan chileno tiene algo especial, un sabor y una textura que no se olvida”, comenta Guzmán, quien conoce de memoria las preferencias de cada cliente.
Socios del gremio
En el afán de mantenerse vigentes y continuar creciendo, la familia decidió unirse a Indupan. Desde 2019, esta panadería recibe asesorías y charlas, comparte experiencias con otros panaderos y se siente respaldada ante las nuevas exigencias del mercado. “Hay que defender a las panaderías de barrio, esas que llevan décadas siendo parte del ADN de Santiago. Cada vez son menos, pero con ayuda podemos seguir en pie”, reflexionan.

Hoy, Panificadora El Dorado se enorgullece de haber participado en el concurso que elige a la “Mejor Marraqueta”, quedando durante tres años consecutivos entre los diez primeros lugares, y logrando un histórico tercer puesto en 2024. Para sus dueños, este logro no es más que el reflejo de un trabajo incansable: madrugadas enteras amasando, corrigiendo recetas, revisando hornos y repartiendo el alimento a los vecinos.
En un Santiago que cambia a pasos agigantados, donde enormes torres de departamentos reemplazan a las viejas casas y es cada vez más difícil encontrar una panadería con horno de ladrillo, este local se erige como un verdadero símbolo de resistencia. Bajo su techo, el pasado y el presente dialogan en cada hogaza, mientras la tradición y la modernidad conviven sin perder el sabor de un pan recién hecho, rico y crujiente.
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