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Hallulla, un pan para la historia de Chile

Una humilde pieza redonda que, desde hace siglos, ha acompañado las mesas nacionales con su exquisito sabor, hoy se ha transformado en un símbolo de identidad cultural y resistencia frente a nuevas variedades.
Una humilde pieza redonda que, desde hace siglos, ha acompañado las mesas nacionales con su exquisito sabor, hoy se ha transformado en un símbolo de identidad cultural y resistencia frente a nuevas variedades.

Redondas, levemente infladas y con una superficie marcada por pinchazos -como si llevara impresos los signos de su historia-, las hallullas son un acompañamiento diario y un reflejo de la cultura chilena.


A pesar del auge de panes artesanales de masa madre o de variedades extranjeras con nombres de difícil pronunciación, este alimento resiste: según datos de la industria, representa el 21% del consumo nacional con más de 385 mil toneladas vendidas de forma anual.


Su historia es un cruce de caminos. El nombre proviene del árabe hispánico hallún, “bollo de fiestas”, y del hebreo hallah, un pan trenzado consumido en el Shabat judío. “Etimológicamente la palabra hallulla proviene del árabe español, que a su vez proviene del hebreo. Por lo tanto, culturalmente es una expresión del mestizaje”, explica Rodrigo Larraín, sociólogo y académico de la Universidad Central.


A través de la colonización española viajó a América Latina, donde encontró tierra fértil para transformarse. En Chile se adaptó a la geografía, a las manos campesinas y gustos populares. Sin ir más lejos, en las zonas andinas del país se consolidó como pan de consumo diario hace al menos dos siglos, convirtiéndose en parte fundamental del paisaje alimenticio.


Este producto tiene una textura densa, esponjosa y suave. Una miga cerrada que aguanta bien el paso del tiempo, ideal para quienes no pueden ir todos los días a la panadería. Corrientes y especiales, su alma está en la grasa.


“Lo que ocurre es que se empezaron a preparar estos bollos, que son más bien planos, hechos con harina en la cual se hace leudar (…) pero en América Latina en general se le empieza a agregar manteca de cerdo, lo cual toma distancia de los orígenes hebreos que tiene la hallulla”, aclara Larraín.


Técnicamente, este pan pertenece a la categoría de masas duras: bajo contenido de

agua y una proporción significativa de materia grasa. Es esta característica la que permite distinguir entre las corrientes y las especiales, siendo las primeras las más comunes, con un contenido de grasa respecto a la harina entre un 2% y 4%.


Las especiales, en cambio, alcanzan hasta un 12%. A estas se les agrega leche en polvo, azúcar, suero, incluso mejoradores industriales que aligeran la miga y prolongan su frescura. También son ligeramente más pequeñas: 8 cm de diámetro frente a los 10-11 cm de la versión tradicional.


Pero en ambas unidades hay algo esencial que se conserva: el gesto simple y poderoso de cortar una hallulla tibia y untarla con mantequilla, mermelada o palta, sin importar la hora del día ni la ocasión.


Patrimonio vivo

Este pan es una pieza clave para los consumidores, vendiéndose en panaderías de barrio, supermercados y ferias libres de casi todos los rincones del país. De hecho, está presente en el 96,3% de los hogares nacionales, lo que la convierte en un verdadero alimento transversal.


“Nuestra historia alimenticia en Chile tiene que ver con la alta ingesta de pan que tenemos desde tiempos inmemoriales”, refuerza el docente de la Universidad Central.

Por eso la hallulla se considera una herencia comestible, un producto sabroso que resiste en los desayunos campesinos, almuerzos escolares y en onces compartidas con la familia.


Es un pan sencillo pero profundo, que ha sido testigo de un relato local silencioso y afectivo. Y aunque quizás no tenga la sofisticación de otros de vitrina más gourmet,

este alimento tiene algo mucho más valioso: una memoria amasada entre generaciones que la aprecian y la siguen consumiendo.

 
 
 

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PANARTE © 2021
Revista de panadería y pastelería
en Chile por INDUPAN

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