La fermentación lenta y el pan chileno en nuestros tiempos
- Giselle Palominos
- 5 sept
- 3 Min. de lectura
Chile no solo es un país de poetas, empanadas y vino. También es una tierra profundamente panadera. De Arica a Punta Arenas, la marraqueta cruje en millones de mesas como parte del desayuno, la once o el sanguchito de la tarde. Y aunque por décadas dominó el pan industrializado, hoy una nueva camada de panaderos artesanales está devolviendo a este alimento su dignidad histórica.
Este fenómeno no es aislado. A nivel global, el pan vive una revalorización. Fermentaciones naturales, hornos de leña, harinas sin refinar y recetas ancestrales regresan de la mano de panaderías que mezclan tradición, ciencia y cultura.
En ese contexto, el proyecto del ingeniero español Roberto Borrallo Asencio, quien propuso abrir un obrador artesanal como modelo de negocio sostenible y culturalmente valioso, encuentra ecos concretos en Santiago, Valparaíso, Temuco y otras ciudades chilenas.
La historia del pan se remonta al Neolítico, cuando la domesticación de cereales permitió a las comunidades asentadas mezclar harina y agua para cocerla al fuego. En Egipto, un accidente convirtió esa mezcla en un fermento que revolucionó la textura y el sabor. El pan es, desde entonces, un alimento esencial y simbólico.
En Chile, aunque no contamos con una “escuela panadera” tan visible como la francesa o la italiana, existe una fuerte tradición popular. La marraqueta —un pan sin igual en el mundo— es prueba de ello. Su miga aireada y su corteza crujiente no tienen comparación. Y sin embargo, su elaboración ha sido absorbida por procesos industriales que priorizan el volumen por sobre el sabor.
De la fábrica al barrio: una resistencia desde la harina
Durante el siglo XX, la panificación industrial ganó terreno en Chile. Grandes cadenas y panaderías mecanizadas estandarizaron el proceso. El pan se abarató, pero también perdió sabor, digestibilidad y autenticidad.
Frente a ello, un grupo creciente de panaderos y emprendedores decidió mirar hacia atrás: volver a la masa madre, a los fermentos vivos, a las largas esperas.
«La industria panificadora chilena parte definitivamente con características industriales del siglo XX. El pan se fabricaba sobre todo en las casas y se vendía de un vecindario a otro vecindario, de una casa a otra casa. Solo a medida que fue la colonia española haciéndose cargo de esto, no hay que olvidar también a otras comunidades europeas, alemanas y francesas, que se dedicaron a la industria panificadora, a la industria propiamente pan», advierte Rodrigo Larraín, sociólogo y académico de la Universidad Central.
Un modelo con viabilidad económica y cultural
El proyecto del ingeniero sevillano plantea que un obrador artesanal no solo es rentable, sino que responde a una demanda creciente de consumidores que buscan productos auténticos. Su estudio contempla costos, ciclos de producción, canales de venta y estrategias de diferenciación. Lo mismo ocurre en Chile.
Según la consultora Euromonitor, el consumo de pan en Chile se mantiene entre los más altos del mundo, con un promedio anual que ronda los 86 kilos por persona. Aunque el grueso sigue siendo pan corriente (marraqueta, hallulla) los segmentos de pan saludable, integral y artesanal crecen cada año.
La masa madre es, en esencia, un ecosistema. Bacterias lácticas, levaduras silvestres, temperatura, humedad y paciencia. Es un pan que no solo alimenta, sino que cuenta una historia. Y eso lo saben quienes han decidido aprender el oficio, muchas veces sin escuelas formales. En Chile, el aprendizaje panadero sigue siendo empírico, pero no por eso menos riguroso.
“La enseñanza de valores a través del pan ha sido siempre histórico. Lo que se comparte es el pan. El amor al prójimo significa darle de comer y darle de comer”, reflexiona Larraín.
El pan que resurge hoy en Chile es más que una moda gourmet. Es la expresión de una necesidad de reconectar con lo real, con los procesos que respetan la vida y los ritmos humanos.
Desde un obrador en Sevilla hasta una pequeña panadería en Valparaíso, el pan bien hecho, con fermentación natural, con manos humanas y harinas nobles, nos recuerda algo esencial: que la historia también se come.

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