¿Qué tomar este 18? Los bebestibles que acompañan el festejo
- Giselle Palominos
- 5 sept
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 17 sept

El aire ya huele a carbón encendido y a empanadas recién salidas del horno. Ya sea en una fonda de barrio, entre luces de colores y banderas chilenas de papel, un vaso alto rebosa espuma blanca sobre un líquido color caramelo: es un terremoto, servido entre risas, pasos de cueca y abrazos apretados.
Eso es nuestra identidad, la celebración por el cumpleaños de Chile. Donde unos metros más allá, alguien sostiene un melón partido en dos, convertido en un recipiente improvisado, coronado con vino blanco helado y decorado con harina tostada. Mientras tanto, en la mesa familiar que se arma en patios y quinchos, un cabernet sauvignon descorchado acompaña la parrilla que crepita, y una jarra de chicha circula de mano en mano como un rito antiguo que nunca se extingue. Así, entre copas, vasos y jarras, Chile se celebra también a sorbos.
“Para mí el vino es el protagonista indiscutido de las Fiestas Patrias. Somos un país viñatero, y nuestras celebraciones no se entienden sin él”, dice la enóloga Camila Chacana, directora de The Wine School Latam. Su afirmación no es casualidad ya que Chile es el cuarto exportador mundial de vino y su geografía, con valles que van desde el desierto hasta la Patagonia, lo convierte en un territorio privilegiado. Pero, más allá de las cifras, el vino está instalado en la cultura cotidiana, en la mesa del almuerzo dominical, en el brindis de año nuevo y, por supuesto, en las celebraciones de septiembre.
El productor Andrés del Pedregal Labbé, heredero de una tradición familiar que lleva más de 150 años vinculada a la viña, lo resume con sencillez: “Cuando pienso en las Fiestas Patrias, hay dos protagonistas que nunca faltan: el vino y la chicha. El vino porque es infaltable en la mesa chilena, y la chicha porque mantiene vivo ese sello propio de nuestras celebraciones”.
La sommelier de la escuela de Gastronomía, Hotelería y Turismo de AIEP Bellavista, Nicole Albornoz, aporta la mirada de quien observa desde la formación gastronómica.
Para ella, la imagen del terremoto es inseparable de septiembre. “No es solo un cóctel; es un ícono cultural. Su mezcla de pipeño, granadina y helado de piña es parte de nuestra memoria colectiva”.

El terremoto, bautizado así por la sensación de tambaleo que produce tras los primeros vasos, nació en los años ochenta en un bar de Estación Central y se popularizó hasta convertirse en emblema. Hoy se sirve en fondas, restaurantes y casas, manteniendo su estatus de infaltable.
El melón con vino, más veraniego y fresco, vuelve a aparecer en las celebraciones con versiones reinventadas. Albornoz lo describe en detalle: “Servido en un vaso highball, con el borde cubierto en harina tostada, no solo sorprende en la presentación; también conecta con la cocina tradicional chilena, donde la harina tostada tiene un lugar especial como ingrediente cotidiano”. Ese gesto, aparentemente simple, rescata la memoria gustativa del país y la transforma en experiencia festiva.
El dulzor de estas preparaciones populares abre la puerta a maridajes que parecen escritos por la tradición misma: mote con huesillos, leche asada, sopaipillas pasadas, empolvados. “El dulzor y frescura de estas bebidas armonizan de manera natural con nuestra repostería local”, señala Chacana, destacando que en Chile los postres también dialogan con el vino y con la chicha, generando un círculo de sabores profundamente identitarios.
Si el terreno de lo popular tiene sus protagonistas, la mesa familiar abre espacio a una conversación distinta: la del maridaje consciente. Para Chacana, la empanada de pino se disfruta mejor con un carmenère o un merlot. “Sus taninos suaves y notas frutales equilibran la grasa y las especias”, explica. Del Pedregal, sin embargo, se inclina por un cabernet joven, “que aporta frescura y estructura sin opacar el relleno”.

En la parrilla, el consenso es inmediato: el cabernet sauvignon del Valle del Maipo o un syrah especiado son compañeros fieles del humo y la carne. Y si el cordero entra en escena, Del Pedregal asegura que “un carmenère o un syrah más intenso son los únicos que pueden seguirle el ritmo al palo”.
Los que no beben alcohol tampoco quedan fuera de la experiencia. Una jarra de mote con huesillo en la mesa familiar puede resultar tan festiva como una botella de vino. “El mote es un maridaje sorprendente para platos intensos. Su dulzor limpia el paladar y refresca”, apunta Albornoz. Y Del Pedregal coincide al sugerir un jugo de uvas frescas como alternativa que honra la tradición sin excluir a nadie.
También hay espacio para sorprender. Del Pedregal recomienda mezclar fruta fresca con vinos blancos livianos: “Un sauvignon o un chardonnay con duraznos o frutillas son combinaciones frescas que sorprenden sin perder identidad chilena. También un viognier, con su carácter frutal, puede ser un aperitivo distinto”.
Chacana, en cambio, propone recorrer los valles chilenos como si fueran una carta de presentación: partir con un suavignon blanc de Leyda, seguir con un chardonnay del Huasco para entradas más complejas, elegir un carmenère de Peumo o un cabernet del Maipo para la parrilla y terminar con un espumante nortino del Limarí que refresque el paladar antes del postre.
Entre vasos y copas surge un tema inevitable: el consumo responsable. “El vino es para acompañar una buena comida, con amigos, siempre con mesura”, insiste Del Pedregal.
Chacana complementa la idea con consejos prácticos: hidratarse entre copas, comer antes de beber, preferir vinos o espumantes por sobre destilados. “El alcohol debe ser un compañero de la celebración, nunca el protagonista absoluto. Lo importante es la experiencia, la compañía y la memoria que queda”.
La tarde avanza. El humo de la parrilla se disipa, los niños corren con volantines y los adultos siguen brindando. En la fonda, alguien pide otro terremoto mientras suena una cueca. En la mesa familiar, un cabernet descansa medio vacío junto a un plato de empanadas que ya casi no existen. En el patio, una jarra de chicha se comparte entre risas y anécdotas. En cada sorbo hay una historia: campesina, popular, urbana, sofisticada. Y tal vez esa mezcla, como sugiere Albornoz, sea la mejor metáfora de lo que somos: porque en septiembre, más que nunca, Chile también se celebra en la copa.


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