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El 25 de marzo nos dejó Manuel Cerdeira Méndez, dueño de la panadería San Agustín, ubicada en la esquina de Las Rejas con Alameda, en la comuna de Lo Prado.
Tenía 82 años y estaba casado con Josefa Castro, con quien no sólo encabezó una exitosa empresa de nuestro rubro, sino que formó una bella familia con sus hijos Ana María y Miguel Ángel, además de 4 nietos varones.
Don Manuel era español. Entre los años 1950 y 1951 llegó a Chile a los 13 años. Viajó junto a su padre Agustín Cerdeira y su madre Corona Méndez, quienes dejaron todo atrás y siguieron los pasos de parientes y amigos en busca de una mejor vida.
En esa época los españoles emigraban masivamente a Chile y Argentina, ya que Europa estaba en ruinas tras años de guerras. Y entre ellos estaban varios hermanos de la señora Corona, que se desarrollaron en panadería y molinos.
Los Cerderia Méndez arribaron a Valparaíso y luego se instalaron en Santiago. En un local de calle Cueto (Santiago Centro) y habilitaron una botillería.
Por ese entonces el pequeño Manuel cursó sus estudios escolares y en sus tiempos libres, ayudaba en algunas labores en el negocio familiar. Luego realizó sus estudios superiores en Valparaíso y de regreso en la capital, se fue a trabajar en las panaderías de algunos familiares y apoyar a sus padres en la botillería.
Cuando tenía unos 28 años viajó a España, a Galicia, para casarse con su joven novia, a quien conoció cuando era niña. Doña Josefa tenía en ese entonces unos 20 años y, con mucho valor y amor, aceptó la aventura de dejar todo lo conocido y cruzar el mar para formar una familia.
Don Manolo arrendó en sociedad con un amigo, Pepe Miguez -esposo de una tía-, una panadería en Carrascal (Quinta Normal). Allí se instaló a vivir con su esposa y nacieron sus dos hijos. Ellos, como muchos niños, crecieron en torno a las labores de la industria, colaborando en algunas tareas menores.
Años después compró la parte de su socio y se dedicó a fortalecer la empresa y juntar dinero para adquirir otra. Así, cerca del año 1975 vendió esa panadería y adquirió un local comercial en 5 de Abril con Las Rejas, Estación Central. Allí habilitó un establecimiento a su gusto, que fue el primero en denominarse panadería San Agustín, en honor a su padre ya fallecido. Ahí se trasladó a vivir con su familia en una casa ubicada en la parte de atrás.
Su hijo Miguel Ángel recuerda que don Manuel se dedicó a fortalecer el volumen y el despacho de pan, mientras que su madre se orientó a desarrollar la pastelería con nuevas recetas y presentaciones. “Él era la sal y ella el azúcar. Cada uno hizo crecer sus respectivas áreas”, dice.
En esos años y tal como lo venía realizando desde que comenzó a trabajar en panadería, estrechó sus lazos con la comunidad. Eso se tradujo, entre otras cosas, en sus constantes aportes de camisetas a los clubes deportivos comunales y en instaurar la tradición de entregar el pan diario para el desayuno a la compañía de Bomberos de la comuna (lo que hoy aún mantienen desde esa panadería).
Era común verlo conversar con algún vecino y estar al tanto de las necesidades y problemas de la comunidad que rodeaba a su negocio. Y no sólo eso… en más de una oportunidad evitó ajustar sus precios del pan cuando los costos lo demandaban, afirmando que no lo haría porque esto podría afectar a las personas. Siempre decía que “el pan no debía faltarle a nadie. Y sobre todo en tiempos de vacas flacas, cuando muchas personas comían más pan para suplir otras comidas”.
Su panadería tenía tan marcado el sello de barrio, que cerraba entre las 13:30 y las 15:00 horas, ya que don Manolo no perdonaba su siesta de la tarde. Así que los vecinos se acostumbraron a comprar antes o después de la hora del almuerzo.
También destacó en su gestión de negocios, la visión que tenía sobre el futuro y expansión de los mismos. Y esto quedó en claro cuando en 1990 compró un terreno en la esquina de Las Rejas con Alameda, en un espacio en que había un peladero, levantando ahí la panadería que soñaba y un strip center con varios locales.
El modelo comercial de la panadería que instauró era muy diferente al de la anterior. Esta vez el plan era potenciar el salón de ventas. Es decir, levantar una panadería más urbana, no de barrio, que aprovechara la circulación de personas desde y hacia sus trabajos. Y además, responder a las necesidades que durante todo el día tenían los vecinos, para lo cual ampliaron su oferta.
Al inicio concentraron la producción en la primera panadería. Y en la medida que la nueva habilitó todas sus áreas, se independizó. Según nos relata su hijo, a don Manuel le costó un poco el cambio, porque amaba la tradición, pero finalmente se convenció y se adaptó al nuevo modelo. Entendió que para la población de tránsito era cómodo tener un mayor auto servicio.
Todo les funcionó muy bien. Más aún cuando una constructora levantó un condominio en la misma cuadra y uno de sus accesos estaba a pocos metros de la entrada principal de la panadería.
Con la llegada de un mall en la vereda del frente, que incluyó un supermercado y un patio de comidas, las ventas bajaron, pero nunca de una forma que implicara riesgo. La calidad de los productos y la atención que tenía la panadería, fueron la fórmula para sobrellevar esa situación exitosamente.
Entonces como familia tomaron la opción de vender la panadería de 5 de abril. Tuvieron el cuidado de hacerlo a otro industrial panadero, de modo que los trabajadores que no se trasladarían al local de Lo Prado, no perdieran sus empleos.
La venta no fue una decisión fácil para don Manolo y la señora Josefa, ya que tenían un cariño especial por esa panadería; tenían lazos con los trabajadores y vecinos. Además, porque por muchos años vivieron en ella y sus dos hijos crecieron allí.
Pero tras la venta, como familia pudieron concentrar los esfuerzos en el local de Lo Prado y diversificar sus servicios. Asimismo, con el crecimiento de poblacion producto del desarrollo inmobiliario de la zona, habilitaron otras áreas. En un pequeño local dispuesto por un costado de la panadería y frente a dos paraderos de micro, abrieron la venta de pizzas y pollos asados, así como helados, masas dulces, bebidas y café, al paso.
Esto fue una idea acertada y les dio un nuevo impulso. Sobre todo en la etapa en que decidieron cerrar la cafetería que funcionaba dentro de la panaderia.
En forma paralela a estos cambios, la panadería San Agustín también trabajó en mejorar los estándares de sus procesos, por lo que desarrollaron Buenas Prácticas en Manufactura (BPM). Esto queda muy claro al visitar hoy sus zonas de producción, donde se destacan el orden, la seguridad y la higiene… todo para garantizar la inocuidad de los productos, además de su variedad y sabrosura.
Manuel Cerdeira fue parte de éste y otros procesos de mejora, pero en los últimos 15 años fue retirándose paulatinamente del negocio debido a problemas de salud. No obstante, estuvo presente hasta hace un par de años visitando, recomendando y conversando con los trabajadores, así como con los clientes.
Para él la panadería era muy importante y constituía su orgullo. Siempre destacaba que ella cumplía un rol social. “En los días posteriores al 18 de octubre, cuando había mucho riesgo por los desmanes y saqueos, siempre nos decía que teníamos que abrir. Aunque sea un rato, porque las personas necesitaban un lugar donde comprar”.
Lamentó mucho los daños sufridos por varios locales cercanos y se enteró del temor que tenían su familia y los trabajadores ante la posibilidad de un saqueo o incendios. Pero insistía en que había que dar acceso al pan a los vecinos.
EL ESPOSO, PADRE Y ABUELO
Don Manolo no sólo fue un destacado industrial, que nunca dudó en hacer su pan cuando faltaba un maestro panadero, sino que igualmente un dedicado esposo, padre y abuelo.
Disfrutaba mucho de los almuerzos en familia los domingos. Además, a sus nietos –como lo hizo con sus hijos- desde pequeños los llevaba a ver fútbol en el estadio Santa Laura. Siempre decía que el amor a la Unión Española era algo que se formaba desde la infancia.
También disfrutó siempre de la compañía de sus colegas industriales panaderos españoles. Con ellos se relacionaba en el Estadio Español y, antes, en el edificio de la Unión Española, en calle Carmen. Allí conversaban en las noches, mientras compartían alguna comida en el tradicional restaurante de la institución.
Él valoraba cada uno de estos encuentros, porque compartía sus experiencias y recuerdos de la madre patria. Por eso, sólo los interrumpió cuando se deterioró su salud.
En los últimos años dio férrea lucha contra un cáncer. Y la etapa terminal de esta enfermedad la pasó en casa, recibiendo cuidados paliativos. Eso le permitió partir de este mundo rodeado del afecto de su familia.
Indupan Santiago, a través de esta publicación, desea rendir un sentido homenaje a don Manolo, porque él no sólo fue un destacado industrial y socio, sino que igualmente un respetado e inolvidable amigo.
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